La marcha atlética es una de las disciplinas más antiguas del mundo y desde sus inicios ha evolucionado considerablemente.
En muchas ocasiones no se entiende su mecánica ni su fin, pero esta práctica exige unas capacidades que no todo el mundo estaría dispuesto a aceptar. La marcha atlética no consiste únicamente en caminar rápido, sino que también implica una técnica muy rigurosa y un nivel de resistencia para nada comparable con el resto de pruebas en estos Juegos Olímpicos.
Su diferencia con la carrera a pie se basa en que los atletas han de mantener un pie en contacto con el suelo todo el tiempo. Del mismo modo, la pierna que avanza no puede flexionarse a la altura de la rodilla, por lo que la precisión y el control han de ser exactos.
Su origen se remonta al siglo XVIII en Inglaterra. Una de las primeras competiciones documentadas fue la carrera de Semur a Autun, en Francia, en 1485, con un recorrido de 140 kilómetros. Pero no fue hasta 1764 cuando comenzó a valorarse, gracias a atletas como Foster Powell. En aquella época aún no se conocía como marcha atlética, sino como “pedestrianismo”.
Ya en el siglo XX la marcha atlética pasó a ser considerada como disciplina olímpica. En los Juegos Olímpicos de Londres 1908, se incluyó por primera vez en el programa olímpico oficial, con pruebas de hasta 10 millas, lo que equivaldría a 16 kilómetros.
Su evolución ha sido notable y, aunque sigue siendo desconocida para muchos, poco a poco va ganando más popularidad.
Redacción (Agencias).